martes, 14 de octubre de 2014

La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014)



Creo que hacía mucho tiempo que no salía tan satisfecho de una sala de cine en cuanto a comunión entre arte y entretenimiento, entre forma y fondo/subtexto. Con esta cinta, y con su anterior obra (Grupo 7, un thriller de acción puro y duro, muy seco y directo), Alberto Rodríguez se ha convertido en un cineasta que ha sido capaz de utilizar el esquema del cine de género para ofrecernos una disección de un tiempo y un lugar que parecen lejanos, pero que están más cerca de lo que parece.

La acción arranca a mediados de septiembre de 1980 en un pueblo de las marismas del Guadalquivir, con la democracia recién estrenada y conocemos a Pedro (Raúl Arévalo) y a Juan (Javier Gutiérrez), dos policías "desterrados" de Madrid, y que tienen que esclarecer la desaparición de dos chicas del pueblo durante las fiestas. Según avanza la investigación, irán descubriendo no sólo el ambiente tan  cerrado y opresivo del pueblo, sino también miedos y facetas ocultas de ellos mismos... Cosas que realmente harán que tengan miedo no sólo de lo que les rodea, sino de ellos mismos, especialmente Pedro.

Ya los los planos cenitales (de una belleza impresionante, y que recuerdan en algún momento al cerebro humano) durante los créditos iniciales y el empleo de la música, nos meten de lleno en el ambiente pantanoso (físico/geográfico y psicológico) por el que se moverán los personajes, en un retrato de un pueblo aislado, de la España profunda absolutamente brutal, donde el miedo y el silencio tratan de ahogar los incipientes pasos a nivel social, económico y social.

La película se disfraza de thriller, y utiliza sus mecanismos para mostrarnos la dualidad de España en esa época, con Pedro como el joven e idealista policía, destinado a este rincón olvidado del país por escribir una carta a un periódico donde criticaba a un general y a Juan, un policía que viene de la dictadura, y por lo tanto, "molesto" de tener por Madrid en esos inicios de la democracia. Lo cojonudo de la cinta es el desarrollo de los personajes, y cómo Alberto Rodríguez nos deja pegados al asiento con un final en el que te dejan claro lo hipócrita que es/somo como país: mientras que Pedro se va viendo superado por la situación y recurre a métodos poco democráticos para ir avanzando en la investigación (por ejemplo, cuando llega a un acuerdo bajo cuerda con el periodista para saber qué tipo de película, dónde se vende y quién la ha comprado), Juan siempre se muestra, de cara a los demás, tranquilo, seguro y confiado. Los demonios van por dentro. Son suyos y los ahoga todas las noches entre cerveza y ginebras. Juan sólo explota en momentos puntuales, además perfectamente comprensibles, y siempre consigue que tanto los espectadores como el resto de los personajes lo veamos cómo él quiere ser visto.
Y Pedro (ergo, la incipiente democracia) tiene que recurrir a la ayuda de Juan (es decir, la dictadura) para solucionar el caso. Ahí radica el golpe maestro de Alberto Gutiérrez: no queremos mancharnos las manos porque nos gusta cogérnosla con papel de fumar, y tenemos que recurrir a los apestados para que nos solucionen los problemas de la única manera posible, porque "legalmente" no podemos hacerlo de otra forma.

Y eso sin contar con la revelación final sobre Juan, que da sentido a la maravillosa interpretación de Javier Gutiérrez, que literalmente se transforma en Juan, en una interpretación milimétrica, perfectamente ajustada a lo que requiere la historia. Sobria. Sutil. Perfecta.
A su lado, cualquier miembro del reparto parece poca cosa, y quizás perjudique sobre todo a Raúl Arévalo, que comparte muchos planos con él. No creo que su interpretación sea floja, ni mucho menos, pero es que cuando tienes a tu lado un tipo que con su personaje se come la película entera, cualquier otra cosa sabe a poco.

El trabajo de Alberto Rodríguez en cuanto a planificación y puesta en escena es magnífico. El tío sabe dónde colocar a los actores, cómo mover la cámara y donde cortar el plano. La cinta tiene un ritmo, en general, pausado, acorde al ámbito geográfico donde se mueve la historia, donde parece que todo está quieto, nada parece que avance, y cuando tiene que meter la quinta, sin problemas y a fondo (la persecución nocturna del Dyan 6, por ejemplo).

El resto de apartados brillan igualmente a gran nivel, como la banda sonora o el diseño de producción, perfectos. Pero si hay algo que también destaque por encima del resto es la fotografía de Alex Catalán, que consigue imágenes de una belleza absoluta, y no sólo con los planos cenitales, (aunque hay uno que destaca sobre el resto: el plano cenital que cierra el desenlace de la trama (que no de la cinta), lloviendo... Precioso), sino también con planos nocturnos de la carretera (genial el uso y empleo de las luces de los coches) o con la secuencia bajo la lluvia en las marismas.

En definitiva, una grandísima película. Absolutamente recomendable.

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